1 de abril de 2010

El país de las últimas cosas

Antonio R. Naranjo

Tiene algo el momento de El país de últimas las cosas, la apocalíptica novela de Paul Auster que descubre la esencia del infierno y la sitúa en una extraña ciudad a la que se llega en tren o barco pero no se puede salir: en ella hay clubes de suicidas, corredores que trotan hasta morir, clínicas de eutanasia que se quedan con tu vida a cambio de dos semanas de experiencias sensoriales excelsas, explosiones inexplicables en plena calle, plantas de reciclaje de cadáveres para hacer combustible y, en fin, una miriada de miserias, crueldades y bajezas con un matiz crucial. No se percibe mano divina, todo parece provocado y construido por el hombre, como si el autor neoyorquino quisiera retratar con una imagen algo distorsionada la realidad cotidiana que nos rodea.

Aquí las azafatas posan desnudas para cobrar el sueldo que les debe el presidente de la Patronal; un presidente autonómico busca tres millones de euros para esquivar la cárcel acusado de corrupción; un rector complutense gasta más dinero al parecer en pisos de lujo para los amigos que en residencias decentes para los alumnos; el presidente del Observatorio contra la Violencia defiende su derecho a portar armas disfrazado de Charlton Heston; el líder del país en cuestión tira propinas de rico en Grecia o Haití mientras sus calles se llenan de pordioseros y el aspirante a sucederlo demuestra, cada día, que la mejor forma de llegar a su meta es no hacer nada en el camino.



Hay más: políticos secesionistas o impúdicos que deciden sobre el todo para beneficiar a la parte con tanto arrojo como falta de sonrojo; presidentes de clubes de fútbol que copian sus discursos de Karacik; sindicalistas que entonan la Internacional mientras esquilman las arcas públicas con la complicidad de gestores políticos que han confundido la obligación de custodiar la caja con el derecho a utilizarla como un ludópata compulsivo; líderes autonómicos que multiplican por 17 todo sin saber sumar uno y uno; obispos que esconden los abusos infantiles y transforman el delito en mero pecado; jueces que esconden o sacan la maza al berrido político y dejan coja y tonta a la ciega... y una larga lista de despropósitos que, sin embargo, ya nos parecen normales.

Auster sitúa en su infierno en la tierra a Anna, una joven impulsiva que acude voluntariamente a la ciudad sin nombre a buscar a su hermano, perdido desde hace meses. Y desde allí, sin necesidad de revelar el desenlace, escribe una carta a su antiguo novio explicándole qué se ha encontrado y cómo está sobreviviendo: no está claro que su testimonio llegara al destino, pero a cambio acabó en las manos de millones de lectores que, tras disfrutarlo y padecerlo, miramos hacia arriba y luego hacia los lados intuyendo, tal vez, que el país de las cosas olvidadas podía ser perfectamente el nuestro.

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